lunes, 13 de octubre de 2014

Diez consejos fáciles para leer textos filosóficos

Los textos filosóficos traen consigo una gravedad típica. Leer a Aristóteles, a Kant o a Descartes no es fácil. Menos aún enfrentarse a Heidegger o a Hegel. El problema —quizás— es que nuestra comprensión se acostumbra a discursos más prácticos o técnicos y nos olvidamos que las formas teóricas del pensamiento son distintas. Y este tipo de reflexiones siguen siendo importantes. Sin ellas no podríamos dialogar sobre temas como la ecología, la responsabilidad social, la tecnología o la empatía. No entenderíamos textos fundamentales de economía, sociología o política. Tampoco podríamos leer algunos artículos en Le Monde, en The New Yorker o en El País. A continuación van mis sugerencias para enfrentarnos a un texto de filosofía: Una previa conciencia de lo que vamos a leer no está de más. El calentamiento filosófico parte de la certeza de que las reflexiones sobre el mundo y su sentido tienen una lógica diversa a otros tipos de razonamientos. Otra manera de preparación consiste en realizarse algunas preguntas específicas sobre lo que vamos a abordar, o dialogar con otra persona que tal vez haya leído el asunto. Jugar a hacer preguntas y respuestas filosóficas puede ser entretenido. Siempre con la conciencia de llegar alguna parte, claro está. Se necesita un lugar y disposición adecuada. La medianoche solitaria no necesariamente es amiga de la filosofía (aunque Descartes pensara lo contrario). Necesitamos una cierta lucidez que nos permita concentrarnos. También podría ser que, aunque no en todos los casos, se necesite una buena lámpara, un lápiz y un café. También la seguridad de que no encontraremos una diversión igual a la de leer un cómic, una novela o una noticia. El gusto por la lectura teórica anda relacionado con la búsqueda de las precisiones, por la lógica del texto, por el descubrimiento de nuevos datos sobre la realidad. Es recomendable ir al índice. Porque gracias a él —en la mayoría de los casos— lograremos ver el camino recorrido y que invita a transitar el que hizo la obra. Paso aclaratorio al tomar en nuestras manos cualquier texto filosófico es contextualizar el mismo. Esto se puede realizar proponiéndonos una serie de cuestiones tales como ¿cuándo se escribió esto?, ¿quién lo escribió?, ¿participaba el autor de una corriente o estaba inmerso en algún debate? Estas contextualizaciones se logran buscando en un diccionario de filosofía o en una buena enciclopedia. También sirve normalmente el resumen que muchas obras traen en la solapa. Sobre el vocabulario hay que estar avisados. Digo esto porque las maneras de expresarse entre uno y otro autor cambian enormemente. La historia del término materia presenta grandes variaciones desde Demócrito hasta Hegel. Ayudan mucho, otra vez, los diccionarios de filosofía. También el idioma es importante. Es muy diferente el alemán usado por Kant en 1754 que el que usa Heidegger en 1935. Hay que recordar el adagio italiano traduttore traditore e intentar enfrentarse con el texto original. Y si esto no es posible recordar algunas de las palabras claves que usa el autor y que no son traducibles como el arjé presocrático, el esse tomista, el Dasein heideggeriano, la Weltanschauung de Dilthey, las impressions de Hume, el cogito cartesiano o el falsificationism de Popper. Leer una y otra vez intentando memorizar todo es difícil en una materia con un cariz teorético. Es mejor ir tomando apuntes. Y si tenemos la suerte de que el libro sea nuestro podríamos anotar en los márgenes para tener una lectura guiada o subrayar los párrafos eje. Realizar mapas de pensamiento y relacionar los autores entre sí con líneas temporales es un buen apoyo. Este tipo de diagramas buscan reflejar a manera de cuadros las relaciones entre conceptos, autores o desarrollos. Aunque a veces no se entienda algo, en muchos de los casos conviene seguir adelante. El afán de comprensión perfecta, lleva en ciertos casos, a un atascamiento poco recomendable. Leer una y otra vez un párrafo inextricable puede marearnos de tal manera que perdamos el ritmo de lectura. Es mejor avanzar a pesar de que todo no esté totalmente claro, pues la perspectiva total puede aclarar conceptos, y también es posible que la complicación no esté de nuestra parte, sino de la del texto. Luego retomaremos aquellos párrafos de mayor complejidad. No todo en filosofía se entiende, y eso no significa que no entendamos algo de filosofía. Lo que interesa es seguir la senda del sabio que era consciente de su ignorancia. Ángel Pérez Martínez Profesor Investigador, Universidad del Pacífico, Lima (Perú)

miércoles, 23 de abril de 2008

filosofía antigua



I
LOS INICIOS. ANTES DE SÓCRATES


La formación de la filosofía, lo mismo que el desarrollo intelectual de un joven, es un proceso largo. El paso «del mito al logos» no se produce de repente, por una iluminación interior. La cuestionabilidad del mundo es algo de lo que los seres humanos solo logran percatarse poco a poco; así pues, no es posible trazar una frontera precisa. Cuando el poeta beocio Hesíodo (c. 700 a. C.) critica la religión tradicional en su libro Teogonia ('El origen de los dioses') se adelanta a la filosofía como crítica de la religión. Y en su insistencia en diferenciar entre lo falso y lo verdadero se está insinuando una crítica del conocimiento. La filosofía en sentido estricto comienza en Jonia, la parte de Grecia culturalmente abierta que practicaba el comercio y fundaba ciudades coloniales. Su origen se sitúa en las ciudades portuarias de Asia Menor como Mileto, Colofón y Efeso, en islas como Samos y en la Grecia colonial, en el sur de Italia. Sin embargo, los primeros pensadores, a los que los filósofos posteriores vuelven una y otra vez, no son solo filósofos sino también naturalistas y, además, «sabios», es decir, consejeros de los políticos y del pueblo y, en particular, notables maestros de la lengua. Dado que Sócrates constituye un hito importante, los filósofos anteriores a él—de Tales a Demócrito y los sofistas—se llaman presocráticos. El objeto principal de su pensamiento es la naturaleza como un todo y su orden y compostura, el cosmos; y, luego, el mundo religioso. La filosofía comienza como filosofía natural, o cosmología, y como crítica de la religión; les sigue luego una reflexión sobre todo cuanto existe: la ontología. Los asuntos humanos, y con ellos la ética y la filosofía política, no ocuparán un primer plano hasta más tarde.
En este proceso, que se prolonga durante más de doscientos años, se forman no solo corrientes filosóficas diversas, sino también diferentes figuras y estilos, trabados, no obstante, unos con otros. Quien quiera explorarlos se topará con textos complicados y con la dificultad añadida de que se han conservado únicamente de forma fragmentaria y en testimonios posteriores, como «fragmentos de los presocráticos», accesibles solo a intérpretes dotados de capacidad creativa. Los principales conceptos de los primeros filósofos son los de «physis», 'naturaleza', «arché», 'principio'—en el sentido de 'origen' o 'comienzo' desde un punto de vista temporal, formativo o jerárquico —, «logos», 'concepto y argumento', 'orden', 'razón' y 'lengua', y «kosmos», el mundo ordenado y reconocible en su orden, además de hermoso. En estos cuatro conceptos se perfila la importancia de los presocráticos en la historia universal. Los presocráticos descubren que debemos considerar el mundo presente como un todo (physis) dotado de un orden (kosmos) reconocible (logos) pero que no se halla en la superficie (arche) y cuyo conocimiento—otro nuevo elemento —está expuesto a la amenaza del error.